LA CAJA RONCA
En Ibarra se cuenta de dos
grandes amigos, Manuel y Carlos, a los cuales cierto día se les fue
encomendado, por don Martín (papá de Carlos), un encargo el cual consistía en
que llegasen hasta cierto potrero, sacasen agua de la acequia, y regasen la cementera
de papas de la familia, la cual estaba a punto de echarse a perder. Ya en la
noche, se les podía encontrar a los dos caminando entre los oscuros callejones,
donde a medida que avanzaban, se escuchaba cada vez más intensamente el
escalofriante "tararán-tararán". Con los nervios de punta, decidieron
ocultarse tras la pared de una casa abandonada, desde donde vivieron una escena
que cambiaría sus vidas para siempre...
Unos cuerpos flotantes
encapuchados, con velas largas apagadas, cruzaron el lugar llevando una carroza
montada por un ser temible de curvos cuernos, afilados dientes de lobo, y unos
ojos de serpiente que inquietaban hasta el alma del más valiente. Siguiéndole,
se lo podía ver a un individuo de blanco semblante, casi transparente, que
tocaba una especie de tambor, del cual venía el escuchado
"tararán-tararán".
He aquí el horror, recordando ciertas historias contadas de boca de sus abuelitos y abuelitas, reconocieron el tambor que llevaba aquel ser blanquecino, era nada más ni nada menos que la legendaria caja ronca.
Al ver este objeto tan
nombrado por sus abuelos, los dos amigos, muertos de miedo, se desplomaron al
instante. Minutos después, llenos de horror, Carlos y Manuel despertaron, más
la pesadilla no había llegado a su fin. Llevaban consigo, cogidos de la mano,
una vela de aquellas que sostenían los seres encapuchados, solo que no eran
simples velas, para que no se olvidasen de aquel sueño de horror, dichas velas
eran huesos fríos de muerto. Un llanto de desesperación despertó a los pocos
vecinos del lugar. En aquel oscuro lugar, encontraron a los dos temblando de
pies a cabeza murmurando ciertas palabras inentendibles, las que cesaron
después de que las familias Domínguez y Guanoluisa (los vecinos), hicieron todo
intento por calmarlos.
Después de ciertas
discusiones entre dichas familias, los jóvenes regresaron a casa de don Martín
al que le contaron lo ocurrido. Por supuesto, Martín no les creyó ni una
palabra, tachándoles así de vagos.
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