EL GALLO DE LA CATEDRAL


Cuando Quito era una ciudad llena de misterios y cuentos, existía un hombre de fuerte carácter, adinerado, muy bohemio y dedicado a la buena vida le tentaban las apuestas, las peleas de gallos, la buena comida, y sobre todo le encantaba la bebida (mistela) y la graciosa ‘chola’ Mariana, que le robaba más de un suspiro. Este hombre era conocido como don Ramón Ayala y apodado el “buen gallo de barrio”.

Asimismo, el personaje se vanagloriaba de sus 40 años de soltería, de su hacienda y de su apellido. Don Ramón desarrollaba su vida con un horario estricto; se levantaba a las 06:00 para luego ponerse el poncho de bayeta y comenzar a desayunar lomo asado, papas, un par de huevos fritos, una taza de chocolate, pan de huevo y el tentador queso de Cayambe.

Después de comer como un dios, don Ramón pasaba a la biblioteca y disfrutaba de los recuerdos de sus antepasados.


Tras gozar de una hora de siesta, se daba un masaje con agua olorosa y a las 15:00 salía a la calle derrochando elegancia. Se detenía justo en el petril de la catedral, y allí tenía siempre su primer encuentro con el popular gallito.

Con un gesto desafiante le decía: "¡Qué gallito, qué disparate de gallito!". Ramón amaba a la ‘chola’ Mariana, una mujer dueña de un local de venta de licores, pero cuando la gente iba a escuchar misa se espantaba al pasar por dicho establecimiento, pues Ramón ya pasado de tragos, comenzaba a lanzar carajos a todo el mundo.

¡El que se crea hombre, que se pare enfrente! ¡Para mí no hay gallitos que valgan, ni el de la catedral!, repetía una y mil veces. Cierta noche, alrededor de las 20:00, pasaba ebrio por el pretil de la catedral y trató de desafiar al gallo. Cuando alzó su mirada y se disponía a gritarle, el gallo alzó su pata y rasgó con su espuela la pierna del noble, quien cayó al piso.


Luego, el ave levantó el pico y le sentó un feroz golpe en la cabeza. Horrorizado por lo que le estaba sucediendo, comenzó a pedir perdón y clemencia al animal, que le preguntó si jamás volvería a beber e injuriar a las personas. 

El aristócrata prometió enmendar su vida y no cometer tales abusos.



Don Ramón, el aristócrata, cambió por completo, se volvió respetuoso con la gente y dejó de tomar las mistelas. Más un día se encontró con un antiguo amigo, quien le dijo que estaban orgullosos de él y que junto a sus demás amigos habían preparado un agasajo. Al llegar, se halló con una tentadora mistela y no aguantó la tentación. Terminó nuevamente en el local de la ‘chola’ Mariana.


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